Un análisis crudo de las proyecciones económicas del oficialismo y una contundente derrota en el Congreso.

La semana política estuvo dominada por dos hechos de gran envergadura que ponen en evidencia la profunda grieta entre el discurso oficial y la realidad económica y social que atraviesan los argentinos.
El primero fue el anuncio del presidente Javier Milei sobre el envío del proyecto de Presupuesto Nacional para el año 2026. Tras dos años de prórrogas presupuestarias que le otorgaron al Ejecutivo una discrecionalidad absoluta para ajustar las partidas a su criterio, la presentación de un presupuesto formal era, en teoría, una noticia positiva. Sin embargo, el contenido de este proyecto dista mucho de ser un ejercicio de seriedad técnica y se asemeja más a una declaración de deseos.
Las proyecciones en las que se basa son, cuanto menos, desconcertantes. Un crecimiento del PBI del 5,4% y una inflación anual del 10% para 2026 son cifras que colisionan frontalmente con las previsiones de la mayoría de los analistas económicos y con la experiencia cotidiana de la ciudadanía. Esperar que la inflación mensual caiga a un 0,8% después de cerrar 2025 en un 41% anual no es optimismo; es una abstracción de la realidad.
La proyección del tipo de cambio es aún más irreal. El gobierno plantea que el dólar, que hoy cotiza alrededor de $1.480, termine este año en $1.325 y que en diciembre de 2026 se ubique en $1.423. En la historia económica argentina moderna, es extremadamente raro ver una apreciación nominal sostenida de la moneda local de esta magnitud. Esta premisa, fundamental para cualquier cálculo presupuestario, carece de sustento.
Ante esta base poco creíble, los anuncios de aumentos para educación, salud, jubilaciones y discapacidad quedan en un mero terreno de la promesa. Sin un control real de la inflación y del dólar, cualquier incremento nominal será rápidamente devorado por la pérdida del poder adquisitivo, un fenómeno que los argentinos conocen demasiado bien.
El segundo hecho, quizás más significativo, fue la contundente derrota política que el oficialismo sufrió en la Cámara de Diputados. El rechazo a los vetos presidenciales a la Ley de Emergencia Pediátrica (para el Hospital Garrahan) y al financiamiento de las universidades nacionales no fue una mera pulseada partidaria. Fue un amplio y transversal repudio de la representación popular.
Los números son elocuentes y demoledores: 181 votos a favor de derribar el veto pediátrico contra 60, y 174 a favor de las universidades contra 67. Estas mayorías, que incluyen a bloques de distintos signos, envían un mensaje claro al Poder Ejecutivo: existe un límite al ajuste, y ese límite está en la salud y la educación de los argentinos. Es previsible que el Senado ratifique esta postura, profundizando la derrota del gobierno.
Estos dos eventos pintan un panorama claro: por un lado, un Ejecutivo que presenta un plan basado en supuestos económicos etéreos y que insiste en priorizar el superávit fiscal a toda costa, incluso a expensas de áreas sociales críticas. Por otro, un Congreso que, forzado por la urgencia social, comienza a encontrar su voz y su función de contrapeso, mostrando que hay políticas de ajuste que la sociedad no está dispuesta a tolerar.
La pulseada entre la ortodoxia económica sin matices y la realidad social palpable acaba de definir su primer round. Y el resultado no fue el que esperaba La Rosada.
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